Cuando hablamos de una persona con discapacidad, se puede referir a dos tipos de discapacidad: física y orgánica. Aunque muchos no la diferencien, no es lo mismo tener una discapacidad física que una orgánica.
La discapacidad física hace referencia a la disminución o ausencia de funciones motoras o físicas. Esto, a su vez, repercute en el desenvolvimiento o forma de llevar a cabo determinadas actividades en una sociedad que presenta severas limitaciones y barreras.
Por ello, las personas con discapacidad física encuentran dificultades en la realización de movimientos o en la manipulación de objetos y les puede afectar a otras áreas como el lenguaje.
Mientras que la discapacidad orgánica es aquella producida por la pérdida de funcionalidad de algunos sistemas corporales, que suelen relacionarse con los órganos internos o procesos fisiológicos, ya sean de forma congénita o adquirida.
Es el caso de enfermedades renales (riñón), hepáticas (hígado) cardiopatías (corazón), fibrosis quística (pulmones), enfermedad de Crohn y enfermedades metabólicas (aparato digestivo); Linfedema (sistema linfático), hemofilia (coagulación de la sangre), lupus (sistema inmune); y cefaleas, migrañas, alzhéimer, párkinson, trastornos del sueño, fibromialgia o síndrome de fatiga crónica (sistema nervioso central).
A la invisibilidad, la incomprensión familiar, social y laboral y la falta de reconocimiento oficial por parte de la Administración se suman problemáticas diferentes en cada una de ellas que suponen importantes obstáculos en la vida diaria e influyen en la calidad de vida.
En el caso de la discapacidad física se ve, porque afecta a sus funciones motoras o físicas. La discapacidad orgánica es aquella que no se ve: la tienen personas que tienen algunos de sus órganos dañados o alguna dolencia genética.