Ha conquistado tantas cosas, que de haber nacido en Grecia sería Alejandro Magno. En las próximas 1.800 palabras se darán cuenta de por qué. Virginia Felipe (Villacañas, Toledo, 1981), la nueva senadora de Podemos por designación autonómica de Castilla-La Mancha, pesa 30 kilos, seis veces menos que su silla de ruedas eléctrica. Recibe en el salón de su casa, sonriente, reconfortante y a la vez frágil, como el primer fuego de un náufrago. Las probabilidades de que entrara hace un par de semanas en el edificio del Senado Español eran muy remotas. Pero tampoco creían los médicos que llegaría a cumplir los diez años, ni que se casaría, ni que sobreviviría al embarazo de la bella Sofía, ni que desfilaría por una pasarela… ni que seguiría respirando sola a los 34. Y ahí está. «He tenido suerte. La vida me ha dado muchas oportunidades para conseguir mis sueños», agradece.
Esta historia es de las de abrocharse el cinturón de seguridad. Empieza por su última conquista. Acaba de convertirse en la primera persona en silla de ruedas que entra en la Cámara Alta, lo que dice bastante de la atención a personas con discapacidad en España. «Me parecía mentira». Y realmente lo parecía. «Es un privilegio poder defender la igualdad. Qué maravilla que se me dé esta oportunidad». Le esperaba un arquitecto del Senado para allanar el camino. Reformarán su baño, las escaleras y hasta los botones para votar y que ella no logra pulsar. En enero, cuando comience la nueva legislatura, necesitará unos más sensibles. El asunto del escaño es complicado: o montan un sistema para que pueda llegar hasta él o tendrá que sentarse atrás del todo, pero entonces no podrá bajar hasta la tribuna de oradores. «Están estudiando alternativas. Han sido muy amables».
Eso de quedarse arriba, sola, mientras todos los demás se mueven con libertad, no es nuevo. Le pasaba en el instituto de Villacañas, cuando su padre, su hermana y otra persona del centro tenían que subirla a pulso por la escalera, dos pisos, hasta clase. A la hora del recreo, no podían ir a buscarla para que jugase con los demás alumnos en el patio, así que esperaba en el aula a que regresaran. Que en esos veinte minutos no cultivara toneladas de rabia también es un milagro.
Su enfermedad se llama atrofia muscular espinal tipo II (la misma que sufre Pablo Echenique, su compañero en Podemos): una patología que impide que los nervios envíen órdenes a los músculos, por lo que se van atrofiando. El andamiaje de sus huesos pierde poco a poco sujeción y su cuerpo se hace fosfatina. «Necesito ayuda para todo», explica Virginia. La boliviana Dora, su asistente personal, le da el vaso de agua, se lo quita, le ayuda a vestirse, a maquillarse… A todo. Cada cuatro horas debe cambiar de postura en la cama. Tiene el cuerpo de una niña y en su conversación se advierte cierto jadeo cansino, como una sombra de todo lo demás en ella, que es pura luz. El resuello y esos ojos llenos de vida parecen de dos personas distintas, opuestas.
«Se dieron cuenta de que pasaba algo cuando tenía nueve meses. No tenía fuerza, gateaba hacia atrás y veían cosas raras. Me llevaron al médico, pensaban que tenía parálisis cerebral. A los 4 años me hicieron una biopsia y me diagnosticaron. Les dijeron a mis padres que no llegaría a los 10». Y hasta hoy.
La voz de Hilario
La del sonido es una de las pocas barreras que le quedan por romper a Virginia. En cada conquista hay mucha alegría y al mismo tiempo algo atroz. En el amor, también. Tiene ocho hermanos, seis de ellos mayores, así que de niña se le metió en la cabeza que ella también sería madre. Entonces ya parecía una locura. «La maternidad era un deseo muy intenso en mí. Sabía que era difícil, que incluso para hacer el amor tendría dificultades. Tengo escoliosis y la cadera luxada. La otra persona tiene que conocer muy bien mi cuerpo para no hacerme daño, pero nuestras necesidades y sentimientos son como los de cualquier otro. Vivimos en una sociedad en la que se da muchísima importancia a la apariencia y se necesitan personas que sean capaces de ver más allá de la apariencia… Las hay».
Por las ondas se hacía llamar Antón. Tenía un programa de poesía y literatura en la radio del pueblo y Virginia lo escuchaba todas las semanas. «Un día le pregunté a un amigo si le conocía y me dijo que sí, que era muy simpático y que me lo presentaría». Semanas después, alguien le ofreció una copa. Reconoció la voz como un fogonazo. «¿Eres Antón?» Antón e Hilario Franco, trabajador en una empresa de puertas y traductor de textos literarios, eran la misma persona: el hombre de su vida.
Primero se hicieron amigos. Ella no había salido fuera de Villacañas salvo al médico en Toledo: allí había ido mucho. La llevó a la Alhambra y recorrieron Granada entera tirando de silla, subieron juntos y a pulso los 700 escalones de la cueva de Valporquero, en León, y en esos trances de descubrir el mundo encontraron mucho más. «Yo era virgen, pero le dije que quería tener relaciones, como cualquier persona, que soñaba con ser madre y que quería que él me ayudase». Un tiempo después soñó con un niño rubio de pelo rizado y casi sin darse cuenta estaba sentada con su madre en la consulta del médico de cabecera. La doctora hizo salir a su progenitora y entonces ella se lo contó:
–¿Estás embarazada?
–Creo que sí.
Se llevó las manos a la cabeza. En el pueblo también, y las barbaridades que se dijeron de ella dan medida de los prejuicios contra los que tuvo que luchar: «Después lo aceptaron y muchos me han ayudado, pero decían cosas horribles. Que me habían violado, que a todas las ‘tontitas’ nos daba por lo mismo».
Ningún doctor le dijo que saldría bien. «Me informaron de que probablemente no sobreviviría. Me dieron la posibilidad de abortar». La trataron 25 profesionales. A las embarazadas les cuesta respirar y creían que el bebé la ahogaría. Pasó meses tumbada y seis ingresada. «Estaba tan contenta que no tuve miedo. Eso era lo que más deseaba». Hasta el parto no hubo complicaciones. Tenían que dormir a Virginia para practicarle una cesárea, pero había muchas posibilidades de que muriera en la anestesia general. Tras muchos intentos, un doctor lo consiguió con la epidural. Y vino Sofía. «Estoy hablando de ti, vida mía». Tiene 11 años y su madre se convirtió en la segunda mujer con atrofia muscular espinal tipo II que ha dado a luz en el mundo.
Gregorio, de 6 años, fue una sorpresa. No se encontraba bien y los médicos le aseguraron que no estaba embarazada de nuevo. Se equivocaron. «Yo no quería dejar a mi hija, pero en cuanto lo supe, me alegré muchísimo». En el quirófano, la epidural no funcionó bien y solo consiguió anestesiar un lado del cuerpo. Por nada del mundo quería que la durmieran, sabía que no sería fácil regresar del sueño, así que se dejó intervenir en vivo: «Fue como si me quemaran por dentro».
Y así la vida transcurrió como la de cualquiera, para bien y para mal, siempre asomando una sonrisa y siempre con el agua al cuello. La senadora ha hecho de todo. Ha trabajado como moderadora de comentarios en diversas webs y en mil cosas más. Ha sido embajadora de la fundación de Isabel Gemio, ha coordinado la Federación de Enfermedades Raras de su comunidad, ha desfilado vestida de novia en Elche y ha sentido la escarcha penetrante de la crisis y la necesidad.
Villacañas fue la imagen de la burbuja inmobiliaria española cuando, hace cinco años, un reportero del ‘Wall Street Journal’ dibujó el panorama desolador de un país descalabrado. El pueblo, a 112 kilómetros de Madrid, quedó paralizado. En los años 50, era un municipio eminentemente rural, pero dos décadas más tarde comenzaron a fabricar puertas. Muchísimas puertas: el 72% de las que se abrían en España, 800.000 en 2006. Más de 4.000 vecinos de la comarca comían de ellas. «Pero las cosas cambiaron». Hasta ese momento era más rentable trabajar que formarse, pero cuando la construcción española se hundió, una generación entera se quedó con los pies colgando y sin futuro.
Esa hecatombe sacudió el salón de esta casa. Hilario perdió el trabajo y los padres de Virginia tuvieron que ayudarles. Después de haber sobrevivido a tanto, estuvo a punto de naufragar por la crisis. «La situación ha sido muy delicada». La senadora ha sobrevivido de la nada con una paga insuficiente para sus necesidades: 631 euros al mes. La única forma de parar el desarrollo de su enfermedad es el fisioterapeuta y solo se puede permitir tres sesiones por semana entre malabarismos. Cuestan 30 euros (precio de amigo) y no se receta fácilmente a enfermos crónicos. Si le suma el sueldo de su asistenta, el resultado es la desesperación.
En mayo acudió a una reunión de Podemos y la invitaron a hablar en público. Conoció a Pablo Iglesias. «Sentí mucha afinidad y mucha sensibilidad por la discapacidad». Vio la oportunidad de alzar la voz, de influir y ayudar más. Hace un mes, la formación en Castilla-La Mancha abrió sus listas para elegir a un senador territorial. Se presentó sin tener más relación y ganó. Era nueva y le votaron el 40% de los que participaron. Con el respaldo del PSOE la mandaron camino de Madrid. Ahora cobrará unos 1.800 euros, mil menos de lo que ganan los demás, según las reglas de la casa. «Nunca he militado en política. Es un paso más en mi compromiso por hacer más efectivo mi trabajo».
Hay personas mayores que ella con atrofia y Virginia espera que todos los récords se sigan batiendo. Nadie se atreve siquiera a plantear el tema de la muerte mientras cae la tarde en este salón de casa de pueblo, hasta que la nueva senadora toma la palabra. Sofía sigue jugando en la mesa y Gregorio trata de averiguar si detrás de la barba rubia del reportero se esconde Obi-Wan Kenobi, que se ha escapado de ‘La guerra de las galaxias’. «Tengo muchísimas ganas de vivir. No tengo miedo a la muerte, nos va a llegar a todos, pero me gustaría vivir mucho y dejar una huella bonita. Me gustaría conseguir que las personas como yo no tuvieran que dedicar tanta energía a luchar por tener una vida como los demás».
Fuente: Francisco Apaolaza – Las Provincias